sábado, 6 de junio de 2009

Tríptico rotativo
Voces de reflexión

Ángel Madriz




1

LUZ de siempre. Muchas veces he tenido que asumir el silencio como alternativa. Quizás algunos pudieron sospechar de esta actitud por tratarse de alguien que tiene como vehículo de acción social la palabra. Sin embargo, tal y como lo dijera San Isidoro, con la paciencia del silencio se suele superar más prontamente al enemigo que con el uso desenfrenado de la palabra. Fue quizás ésta la conclusión inicial que me impulsara a no decir cualquier cosa una vez que dejara el decanato de la Facultad de Humanidades y Educación en octubre de 2002. Decir nada, decidí, de lo que abundantemente se dijo, una vez que pasé a formar parte de las comunidades espetadas por el poder, expelidas por los poderosos y desordenadas por la oficialidad. A lo mejor esta convicción pudo resultar incómoda en sectores conocidos, cómplice para otros, indiferente para cualquiera, o simplemente prudente a los ojos de quienes comprendieron y compartieron lo que por tres años desarrollé al frente de una Facultad tan compleja como la universidad misma. No se trata de pasar revista al último día de mi gestión decanal: Todo me ubicaba en la feliz condición de amigo de la nueva gestión y sin embargo, los años históricos que una vez fueron memoria de docencia compartida, celebrada, mantenida, se transformaron de repente en pasado remoto, en olvido sustentado y en suspicacia metódica. La desconfianza tomó los hilos de ese entonces octubre y una serie de insistentes exigencias me hicieron dudar, repentinamente, de la satisfacción que produce el trabajo cumplido. Un cúmulo de expresiones en donde la sospecha y el irrespeto desconocieron la solidaridad, la historia y el ejercicio fundamental del trabajo colectivo, me abandonó en los predios de la soledad y allí, como Confucio, supe que el silencio es el más grande de los amigos, el único que jamás traiciona. Luego fue el discurso del nuevo orden y la negación del otro. Comprendí repentinamente que los amigos se aman mucho más en el silencio y recordé que una vez fueron mis aliados y siguen existiendo. Así es la universidad. Esa que vive y padece como realidad del hombre, como expresión de diversidad, cual reflejo de esperanza y más complejamente, en cotidiana espera de los ecos que retornan a sus vísceras desde cada razón académica, laboral y ciudadana; siempre en ejercicio personal y colectivo, con las marcas humanas de quien la valora, la ama y la comprende en toda su dimensión. En fin, eternamente el alma máter que espera las múltiples voces de sus adoptivos espíritus. Lo demás es aquiescencia para embalsamar cualquier reflexión desintegradora, duda metódica o empeño transgresor dentro de un espacio en el que conviven múltiples contradicciones para abundar en razonamientos. Apenas es el comienzo. Aquí este uno de tres que me significa y le da la oportunidad a cualquier sentido. Siempre hay tiempo.






2

La ciudad es la ciudad. Las ciudades son eternas cuando el hombre decide convertirlas en espacio redentor, en sitial de la esperanza, en oportunidad para el hallazgo. Cuando son apenas lugar de cotidianas aflicciones, entonces las ciudades funcionan como coyuntura que solamente podrían permanecer en el recuerdo, pero al final, luego de la trascendencia unívoca en la que siempre pensamos para no perecer, la ciudad vuelve a su condición de podio de nuestras ansiedades. Simple lugar de referencias. Aunque al final de cuentas, la ciudad es una práctica insoslayable de existencia, -fugacidad y olvido muchas veces-, recurrencia, perennidad y de siempre permanencia. En los límites de cualquier espacio ciudadano se puede encontrar, como decía Neruda, “la justicia y dignidad” que el hombre siempre busca. De lo contrario, se hace inevitable el fracaso de la vida colectiva como expresión de la derrota individual. De allí que definitivamente todo ciudadano sea más que un individuo y decida convertirse, aprenda a comportarse, necesite inventariarse como el ser humano en el que todos debemos reconocernos. Nuestras ciudades entonces -digo mi ciudad, esa lacustre conformación histórica de odios/amores que constantemente suele adormecernos, ignorarnos, palidecernos- son siempre el punto de partida de cualquier historia, independientemente de las adversidades y vicisitudes que se estimulen dentro del ejercicio de los poderes que la representan. Algo más que una simple relación hombre geografía, espacio persona, individuo estado. La determinación de amar más allá de la ubicación, en pleno corazón del universo. Sin embargo Maracaibo, esa de la que tengo noción desde que obtuve mi carta de identidad en plena conciencia de los actos ciudadanos con los que he existido; Maracaibo la septentrional y occidental ciudad de Sur América, la que alguna vez fue llamada Venecia, Damasco, Bizancio o simplemente comparada con Babilonia; Maracaibo simplemente entre las latitudes anónimas de sus calles, como suelen hacerlo en casi todas las ciudades, en la que morían lentamente y sin saberlo sus íntimos amantes, cuya materia originaria para enseñarnos a curtir nuestras paciencias, ella, era de palabras múltiples como múltiple ha sido el rostro que jamás ha querido defender como legítima presencia de su historia. Sigilosamente y sin más razón que el amor inevitable, comienzo desde ahora a dibujar un contorno cuyo perfil será la dimensión urbana de donde vivo a cuenta de una esperanza que está viva porque morir es siempre una opción que no podemos elegir. Maracaibo es Maracaibo. Lo demás…quizás pueda lo demás. Salgamos a los montes. Matemos las culebras. Vaya este dos como oportunidad para partir a temperar entre colores, sonidos… humores demasiados y regresar con el inventario de una urbe, la nuestra Maracaibo –no me canso de repetirlo- cuyo calor nos calla mientras esperamos qué vive, sufre, desanda o simplemente lleva en su paciencia.



3

Lo que puede uno decir. La mejor forma de reconocer cualquier entorno, asimilarlo, padecerlo, amarlo y compartirlo es, en definitiva, a través de la palabra. Oral si requerimos intercambiarlo en la cotidianidad de nuestros azares, dando oportunidad a rectificaciones inmediatas según sea el caso; o mejor aún, dejándolo reflejado con todos sus matices, en el volumen de la escritura que habitualmente lanzamos al espacio de nuestros comunes ciudadanos, si es que somos definidos por el talante de quienes acostumbramos a registrar cada acción pensamiento en el estandarte irreductible de la confrontación. Sólo así podría ser cierto de que "vivimos en el mundo cuando amamos” –según Einstein- y que “sólo una vida vivida para los demás merece la pena ser vivida." Lo demás es solo vanidad individualista, consenso previo y exclusivo ante las irreparables diversidades de la existencia, como empeño para abordar rutas desoladoras frente a las cuales se detienen las exigencias, los retos y las inquisiciones de la esperanza.
Desde algunas experiencias que son inevitables en el discurrir diario de nuestro definir la condición, mientras lo obvio es más pesado que cualquier respirar profundo, digo, desde que vivimos en plena convicción de calibrar –por razones exclusivamente ubicuas- los marcos retóricos y los actantes referenciales, nuestra historia definitivamente se ha convertido en estancia sustantiva para los más activistas adjetivadores de la prole patriótica, más allá acá, en el teje y meneje del maniqueísmo criollo. De allí que se suponga uno un depredador de intensas pasiones nacionales y caiga en la catarata de los que son evacuado por la solemnidad de los que tienen “posición” y amanecen anochecen sin apenas darse cuenta de que el país tiene rostro, ama, padece, es decir tiene árboles, ríos, cielo azul universal, o lo que es lo mismo, acuna niños, acumula futuro en la corporeidad juvenil inagotable, desata los sentidos en los arrebatos laborales cotidianos, y lo que es más obvio de lenta subjetividad, convoca a un reencuentro en el otrora recinto de la solidaridad. Ese que dejaba sus pellejos polícromos en los estantes de la demagogia y adoptaba la piel mística de la ciudadanía que no se adosa a la tabula rasa de la ideología. Y como Shakespeare, creo que ninguna forma de pensar puede estar por encima de la conciencia y menos aún cuando está impulsada por la acción social sectaria, excluyente, amorfa. Jamás estuvimos más cerca de imponernos un ejercicio riguroso, como el de oírnos desde el enclave supremo de nuestra infinita interioridad, como ahora. Cuando no hay verbo alguno que supere el silencio intenso del sectarismo. Mientras deciden tras bastidores, en el laboratorio ese que nunca supera lo inmediato narcisista despótico, cualquier adulador, elemento o peón centimetrado que sólo mira a los rastros de su rey de bastos, deciden, decía apenas unos segundos, ellos, hacia dónde tiene que apuntar nuestro corazón, resulta parca nuestra palabra y cualquier posibilidad para descubrir el horizonte cae hundida frente a la inmensidad del mar que es el morir. Surge este tres, sin más expectativa que hacer posible que comencemos a identificarnos –como pensaba Moliere - a través de “las obras las cuales evidencian que no somos iguales ", de lo contrario seguiremos siendo uno de muchos rostros irreconocibles.

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