De los aristócratas
revolucionarios.
Que
se burlen no me importa
Los
del sistema defensores
Los
de oficio repetidores
Los
de por salario agresores.
Lorent Saleh
(Preso Político recluido en La
Tumba)
A ver. ¿Cómo decir para no terminar
convirtiéndome en un consejero o en un necio reprochador de oficio? ¿Cómo
escribir, hablar, vivir o hacer el amor sin tener que terminar uno, de repente
e irremisiblemente, en un temblor de manos, en una distorsión de voz, en un
sentido de desarraigo o peor aún en un trance que va desde el sublime placer del
clímax a la paranoia del odio simple que la indefensión nos inyecta día a día
con su cotidiana violencia, mientras el ocaso de nuestros esfuerzos van siendo
esparcidos por todo lo llano de una realidad en la que cada vez somos
desconocidos o gradualmente desintegrados, olvidados, hecho añicos? ¿Cómo
asumir que nuestra libertad, nuestra cotidianidad y nuestros intereses
domésticos escapen a las tareas de la totalidad ciudadana, regional y nacional, a las funciones que se derivan de
sus objetivos como esencia de la justificación de su existencia, como
vigilantes de nuestro bienestar y estabilidad? No entiendo cómo, ante la
angustia que causan nuestras limitaciones diarias en ámbitos tan elementales
para ser humanos poseedores de un pedazo de felicidad, como son la
alimentación, la salud, la seguridad y la posibilidad de pensar y sentir sin
mediaciones o trampas que te asechan en cada resquicio existencial, exista una
gama de exposiciones que justifiquen la desintegración de nuestro tiempo,
afectos, ánimos, esfuerzos y se vuelvan un mar de defensa de lo que nos está
desequilibrando. Quizás el cansancio ya no tiene que ver con esfuerzos,
empeños, proyectos o esperanzas
dilapidados en un ejercicio diario que nos ha convertido en seres hechos para
una básica forma de existir, a pesar de la complejidad que nos exige nuestra
realidad para no sucumbir definitivamente en cuerpo, espíritu y alma, toda vez
que somos requeridos por las
elementalidades de la sobrevivencia. Es que ya no tenemos fuelle para
confrontar el exceso de una clase que nos ha intervenido, detallada y
malévolamente la voluntad de acercarnos a la utopía de la felicidad, a la
grandeza de la libertad, al pragmatismo de la estabilidad de sobrevivir.
Debemos transitar a solas o acudir a la expansión infinita del universo, en
donde todo tiene un destino de equilibrio a medida que descubramos la ruta más
expedita para depurar nuestras ansias; derrotar la fragilidad de nuestras
esperanzas, aunque a veces no comprendamos la pasión desatada de quienes
también padecen de un infortunio que es la derrota de muchos sueños, de
extensas y esenciales aspiraciones y eso tiene mucho que ver con cada historia
personal en el colectivo que hoy se derrumba de individualismo, mezquindad e
indolencia. Nos inunda el sarcasmo de la muerte de Dios que tanto exaltaba y
celebraba Nietzsche y nos pone al servicio de la debilidad, el individualismo y
la posibilidad de enarbolar nuevos idealismos, aunque estos sean la recurrencia
de intereses que puedan encumbrar novedosas formas para imponer la justicia, la
igualdad, la libertad, sin que en ello intervenga la historia integral de la
naturaleza humana. Y es que el hombre no puede solventar sus carencias y
autosuficiencias con las herramientas de su particular forma de evaluar,
accionar y concebir el mundo, por muy genial que él se considere o sea
considerado. Porque el superhombre es una excusa para chantajear con la
mediocridad, el despotismo y la dádiva miserable.
Esto último me hace recordar que siempre he sentido (y defendido cada
vez que escribo, hablo o actúo) la
libertad, como un estado que todo ser viviente adora desde el más elemental y
simple instinto, hasta el más complicado acto de amar, pensar o convivir.
Siempre me ha parecido un episodio esencial en todo ser humano la capacidad
para compartir y defender cada ejecución de solidaridad, de justicia, equidad e
igualdad, a la cuales he visto como rutas claras para alcanzar lo más deseado en
condiciones de valores inquebrantables y de vanguardia existencial, las que
podría llevarnos, inequívocamente, a la construcción de un mundo en el que
puedan, nuestros descendientes, disfrutar el privilegio de sentirse parte de
una totalidad que son todos sus congéneres. Jamás he estado del lado de quien
aborta cualquier fórmula que se oponga a la diversidad. Tengo la certeza de que
ésta trasciende cualquier justificación sobre actos que se propongan acciones
mesiánicas que para nada tengan que ver con esa individualidad que nos hace
parte de un engranaje colectivo, construido duramente en espacios y por tiempos
indeterminados. La posibilidad de vivir libres y felices tiene que ver con la
fe como visión integral del universo infinito, vibrante y circundante. Algo así
como la visión vital que de nuestro planeta tiene el científico británico James Lovelock.
Como yo fueron
muchos los que compartían, aceptaban o rechazaban tales posiciones, durante los
años sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado. Hubo hasta quienes
concibieron como única posibilidad de alcanzarlas la militancia política
radical y se lanzaron, con uniforme, canciones y léxicos revolucionarios al
campo de la lucha urbana que para nada
correspondieron con la realidad contradictoria –pero más cercana a nosotros por
sus características históricas- que para entonces se construía y nos incluía,
si deseábamos ser parte activa de ella. Otros, desde una frívola y acomodaticia
actitud izquierdista, se ubicaban, como en una cola, espetaban el discurso
antiimperialista e igualitario, mientras se burlaban de quienes escuchábamos a
los numerosos grupos musicales revolucionarios del cono sur o criticábamos la
ortodoxia soviética, la revolución cultural China o los fusilamientos de Cuba,
aunque soñábamos con un mundo diferente donde la ciudadanía no estuviera
condicionada por credo alguno ni individualismos supremos y que por el
contrario fuera construida desde el pluralismo que el trabajo creador –muscular
o intelectual, daba lo mismo- motoriza a toda sociedad con aspiraciones de
porvenir y con kilates humanos trascendentes e indestructibles. Fue allí donde
se fraguaron quienes hoy, como intelectuales, políticos, analistas,
historiadores, poetas, escritores o músicos, entre muchos, son defensores de un
lapso de historia que al final de estos días, nos llena de vergüenza y nos
impide comprender cómo somos capaces de acompañarnos en un silencio asumido desde la celosía de su
racionalismo o simplemente solventando el inmenso fracaso al que han llegado
los múltiples ejercicios de poder de un estado-gobierno confundidos en la
insolencia de normalizar la infamia, el desamor y la mezquindad, dentro de un
país que siempre estuvo abierto a la oportunidad de marcar rutas en donde no
era la sola intención de la retórica y la demagogia, construyendo en su lugar
una maniquea y fracturada forma de concebirlo, como única práctica para ser
siempre la cúpula o atalaya de la verdad o el expediente de la razón o el
decálogo de lo nacional.
La mentira
ha sido siempre el más ajustado de los instrumentos para justificar la
preponderancia de la irracionalidad, el
poder reciclado, la traición y la sumisión. Creo que fue Popper quien afirmaba
que toda teoría y de manera pragmática, toda acción fundamentada en ella, es
proclive a la refutación y nunca puede ser impuesta como fórmula definitiva sin
posibilidades de recibir críticas que la verifiquen como infalible. Es esto la
historia de nuestro país durante estos diecisiete años. Y vuelvo a los amigos
de siempre. Esos que constituían la aristocracia de la izquierda venezolana,
aunque sus vidas estaban llenas de apaños que les permitía recriminar o
descalificar a quienes nos oponíamos a las viejas prácticas revolucionarias
concebidas desde los centros del poder maniqueo socialista. Estar al lado del
poder y servir de soportes a sus directrices y condenar la disensión, la
diversidad o la más elemental expresión de libertad en el pensar, desde la
historia, la poesía, la música, la pintura, la academia o simplemente desde
cualquier discurso creador, es legitimar, en esencia cualquier acto que
instruya la rectificación o simplemente, impide la posibilidad de no llenarnos
de pesimismo frente al inobjetable fracaso de lo que nos anima cotidianamente o
nos fortalezca el empeño de aliviar la realidad cuando ésta nos consuma
diariamente y peor aún, no nos permita hacer ese poco necesario para “mejorar
aunque sea una pequeña parcelita”, como decía Popper. Y es que lo que está a la
vista no necesita de anteojos.
Durante muchos meses me he preguntado sobre los logros que durante estos diecisiete años
son defendidos por mis amigos, los aristócratas de izquierda, quienes casi en
su totalidad han gozado de viajes por el mundo como embajadores de la
intelectualidad y la academia venezolana, sin que para ellos haya sido un
escollo pensar como piensan, actuar como actúan, vivir como viven y condenar el
pasado, como lo hacen; sin poder borrarse el síndrome cuarta república que los llevó a las mejores universidades del
imperio estadounidense, francés, alemán, inglés sin verificar de dónde salían
los recursos para mostrarle al mundo lo que tanto sacaban para tanto destacar.
Me refiero nuevamente a mis amigos docentes, autoridades, estudiantes
universitarios o cualquier otro brillante ciudadano que ha llevado su mecenas a
cuestas en cada rayo de luz que ha despedido. ¿Será que siguen siendo la
aristocracia revolucionaria la que disfruta el vía crucis en el que se ha
convertido vivir en Venezuela? ¿Será que es un orgullo para ellos formar parte
de las bochornosas y trágicas colas que se hacen frente a los otrora
cuartorrepublicanos supermercados y farmacias, gozando la humillación, el
vejamen y la burla de oficiales o funcionarios bolivarianos? ¿Será que es lo
natural no poder adquirir medicamentos tan elementales como un antihipertensivo, un antidiarréico o un
antipirético? ¿Será que ellos admiran la inteligencia de quienes a través de la
expropiación, la confiscación y la malversación convirtieron a Venezuela en un
cascarón de odio, división, mezquindad y oportunismo, navegando en la miseria,
el entreguismo, la manipulación, el despotismo y la oprobiosa traición? ¿Será
que la decenas de muertes impunes que se producen anualmente es tan solo una
sensación que no requiere del comentario de sus ilustres mentes? Cada vez me cuesta mucho más pensar que “el
filósofo de Miraflores” pueda ser ejemplo a seguir según quienes una vez
soñaron –al menos que la mentira los hiciera distorsionar la verdad de sus
pesadillas- que nuestro país podría convertirse en la utopía de la grandeza latinoamericanan
y justifiquen sus dislates, delegando los mismos a sus asalariados asesores. Y
es que con galimatías como derecha endógena, guerra económica, capitalismo
salvaje o socialismo del siglo XXI, se ha venido transfundiendo con argumentos de
orfandad objetiva, la verdad de una realidad que solamente muestra para el
mundo deterioro, fracaso, corrupción, nepotismo, soberbia y prepotencia, sin
tomar en cuenta que es “un sinsentido –en palabras de Mian Kundera- querer
glorificar un Estado, incluso un ejército” mediante el empeño de la palabra
“inteligente”. Hoy cada página o espacio
ocupado por el discurso, cada acción u omisión marcado por el devenir serán simplemente el registro de la esperanza
o la extensión de la complicidad. Es inevitable.