viernes, 4 de marzo de 2016

De los aristócratas revolucionarios.

Que se burlen no me importa
Los del sistema defensores
Los de oficio repetidores
Los de por salario agresores.
Lorent Saleh
(Preso Político recluido en La Tumba)

A ver. ¿Cómo decir para no terminar convirtiéndome en un consejero o en un necio reprochador de oficio? ¿Cómo escribir, hablar, vivir o hacer el amor sin tener que terminar uno, de repente e irremisiblemente, en un temblor de manos, en una distorsión de voz, en un sentido de desarraigo o peor aún en un trance que va desde el sublime placer del clímax a la paranoia del odio simple que la indefensión nos inyecta día a día con su cotidiana violencia, mientras el ocaso de nuestros esfuerzos van siendo esparcidos por todo lo llano de una realidad en la que cada vez somos desconocidos o gradualmente desintegrados, olvidados, hecho añicos? ¿Cómo asumir que nuestra libertad, nuestra cotidianidad y nuestros intereses domésticos escapen a las tareas de la totalidad ciudadana, regional y  nacional, a las funciones que se derivan de sus objetivos como esencia de la justificación de su existencia, como vigilantes de nuestro bienestar y estabilidad? No entiendo cómo, ante la angustia que causan nuestras limitaciones diarias en ámbitos tan elementales para ser humanos poseedores de un pedazo de felicidad, como son la alimentación, la salud, la seguridad y la posibilidad de pensar y sentir sin mediaciones o trampas que te asechan en cada resquicio existencial, exista una gama de exposiciones que justifiquen la desintegración de nuestro tiempo, afectos, ánimos, esfuerzos y se vuelvan un mar de defensa de lo que nos está desequilibrando. Quizás el cansancio ya no tiene que ver con esfuerzos, empeños,  proyectos o esperanzas dilapidados en un ejercicio diario que nos ha convertido en seres hechos para una básica forma de existir, a pesar de la complejidad que nos exige nuestra realidad para no sucumbir definitivamente en cuerpo, espíritu y alma, toda vez que  somos requeridos por las elementalidades de la sobrevivencia. Es que ya no tenemos fuelle para confrontar el exceso de una clase que nos ha intervenido, detallada y malévolamente la voluntad de acercarnos a la utopía de la felicidad, a la grandeza de la libertad, al pragmatismo de la estabilidad de sobrevivir. Debemos transitar a solas o acudir a la expansión infinita del universo, en donde todo tiene un destino de equilibrio a medida que descubramos la ruta más expedita para depurar nuestras ansias; derrotar la fragilidad de nuestras esperanzas, aunque a veces no comprendamos la pasión desatada de quienes también padecen de un infortunio que es la derrota de muchos sueños, de extensas y esenciales aspiraciones y eso tiene mucho que ver con cada historia personal en el colectivo que hoy se derrumba de individualismo, mezquindad e indolencia. Nos inunda el sarcasmo de la muerte de Dios que tanto exaltaba y celebraba Nietzsche y nos pone al servicio de la debilidad, el individualismo y la posibilidad de enarbolar nuevos idealismos, aunque estos sean la recurrencia de intereses que puedan encumbrar novedosas formas para imponer la justicia, la igualdad, la libertad, sin que en ello intervenga la historia integral de la naturaleza humana. Y es que el hombre no puede solventar sus carencias y autosuficiencias con las herramientas de su particular forma de evaluar, accionar y concebir el mundo, por muy genial que él se considere o sea considerado. Porque el superhombre es una excusa para chantajear con la mediocridad, el despotismo y la dádiva miserable. 
    Esto último me hace recordar que siempre he sentido (y defendido cada vez  que escribo, hablo o actúo) la libertad, como un estado que todo ser viviente adora desde el más elemental y simple instinto, hasta el más complicado acto de amar, pensar o convivir. Siempre me ha parecido un episodio esencial en todo ser humano la capacidad para compartir y defender cada ejecución de solidaridad, de justicia, equidad e igualdad, a la cuales he visto como rutas claras para alcanzar lo más deseado en condiciones de valores inquebrantables y de vanguardia existencial, las que podría llevarnos, inequívocamente, a la construcción de un mundo en el que puedan, nuestros descendientes, disfrutar el privilegio de sentirse parte de una totalidad que son todos sus congéneres. Jamás he estado del lado de quien aborta cualquier fórmula que se oponga a la diversidad. Tengo la certeza de que ésta trasciende cualquier justificación sobre actos que se propongan acciones mesiánicas que para nada tengan que ver con esa individualidad que nos hace parte de un engranaje colectivo, construido duramente en espacios y por tiempos indeterminados. La posibilidad de vivir libres y felices tiene que ver con la fe como visión integral del universo infinito, vibrante y circundante. Algo así como la visión vital que de nuestro planeta tiene el científico británico James Lovelock.
    Como yo fueron muchos los que compartían, aceptaban o rechazaban tales posiciones, durante los años sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado. Hubo hasta quienes concibieron como única posibilidad de alcanzarlas la militancia política radical y se lanzaron, con uniforme, canciones y léxicos revolucionarios al campo de la lucha urbana  que para nada correspondieron con la realidad contradictoria –pero más cercana a nosotros por sus características históricas- que para entonces se construía y nos incluía, si deseábamos ser parte activa de ella. Otros, desde una frívola y acomodaticia actitud izquierdista, se ubicaban, como en una cola, espetaban el discurso antiimperialista e igualitario, mientras se burlaban de quienes escuchábamos a los numerosos grupos musicales revolucionarios del cono sur o criticábamos la ortodoxia soviética, la revolución cultural China o los fusilamientos de Cuba, aunque soñábamos con un mundo diferente donde la ciudadanía no estuviera condicionada por credo alguno ni individualismos supremos y que por el contrario fuera construida desde el pluralismo que el trabajo creador –muscular o intelectual, daba lo mismo- motoriza a toda sociedad con aspiraciones de porvenir y con kilates humanos trascendentes e indestructibles. Fue allí donde se fraguaron quienes hoy, como intelectuales, políticos, analistas, historiadores, poetas, escritores o músicos, entre muchos, son defensores de un lapso de historia que al final de estos días, nos llena de vergüenza y nos impide comprender cómo somos capaces de acompañarnos en  un silencio asumido desde la celosía de su racionalismo o simplemente solventando el inmenso fracaso al que han llegado los múltiples ejercicios de poder de un estado-gobierno confundidos en la insolencia de normalizar la infamia, el desamor y la mezquindad, dentro de un país que siempre estuvo abierto a la oportunidad de marcar rutas en donde no era la sola intención de la retórica y la demagogia, construyendo en su lugar una maniquea y fracturada forma de concebirlo, como única práctica para ser siempre la cúpula o atalaya de la verdad o el expediente de la razón o el decálogo de lo nacional.
    La mentira ha sido siempre el más ajustado de los instrumentos para justificar la preponderancia  de la irracionalidad, el poder reciclado, la traición y la sumisión. Creo que fue Popper quien afirmaba que toda teoría y de manera pragmática, toda acción fundamentada en ella, es proclive a la refutación y nunca puede ser impuesta como fórmula definitiva sin posibilidades de recibir críticas que la verifiquen como infalible. Es esto la historia de nuestro país durante estos diecisiete años. Y vuelvo a los amigos de siempre. Esos que constituían la aristocracia de la izquierda venezolana, aunque sus vidas estaban llenas de apaños que les permitía recriminar o descalificar a quienes nos oponíamos a las viejas prácticas revolucionarias concebidas desde los centros del poder maniqueo socialista. Estar al lado del poder y servir de soportes a sus directrices y condenar la disensión, la diversidad o la más elemental expresión de libertad en el pensar, desde la historia, la poesía, la música, la pintura, la academia o simplemente desde cualquier discurso creador, es legitimar, en esencia cualquier acto que instruya la rectificación o simplemente, impide la posibilidad de no llenarnos de pesimismo frente al inobjetable fracaso de lo que nos anima cotidianamente o nos fortalezca el empeño de aliviar la realidad cuando ésta nos consuma diariamente y peor aún, no nos permita hacer ese poco necesario para “mejorar aunque sea una pequeña parcelita”, como decía Popper. Y es que lo que está a la vista no necesita de anteojos.  
    Durante muchos meses me he preguntado sobre  los logros que durante estos diecisiete años son defendidos por mis amigos, los aristócratas de izquierda, quienes casi en su totalidad han gozado de viajes por el mundo como embajadores de la intelectualidad y la academia venezolana, sin que para ellos haya sido un escollo pensar como piensan, actuar como actúan, vivir como viven y condenar el pasado, como lo hacen; sin poder borrarse el síndrome cuarta república que los llevó a las mejores universidades del imperio estadounidense, francés, alemán, inglés sin verificar de dónde salían los recursos para mostrarle al mundo lo que tanto sacaban para tanto destacar. Me refiero nuevamente a mis amigos docentes, autoridades, estudiantes universitarios o cualquier otro brillante ciudadano que ha llevado su mecenas a cuestas en cada rayo de luz que ha despedido. ¿Será que siguen siendo la aristocracia revolucionaria la que disfruta el vía crucis en el que se ha convertido vivir en Venezuela? ¿Será que es un orgullo para ellos formar parte de las bochornosas y trágicas colas que se hacen frente a los otrora cuartorrepublicanos supermercados y farmacias, gozando la humillación, el vejamen y la burla de oficiales o funcionarios bolivarianos? ¿Será que es lo natural no poder adquirir medicamentos tan elementales como un  antihipertensivo, un antidiarréico o un antipirético? ¿Será que ellos admiran la inteligencia de quienes a través de la expropiación, la confiscación y la malversación convirtieron a Venezuela en un cascarón de odio, división, mezquindad y oportunismo, navegando en la miseria, el entreguismo, la manipulación, el despotismo y la oprobiosa traición? ¿Será que la decenas de muertes impunes que se producen anualmente es tan solo una sensación que no requiere del comentario de sus ilustres mentes?  Cada vez me cuesta mucho más pensar que “el filósofo de Miraflores” pueda ser ejemplo a seguir según quienes una vez soñaron –al menos que la mentira los hiciera distorsionar la verdad de sus pesadillas- que nuestro país podría convertirse en la utopía de la grandeza latinoamericanan y justifiquen sus dislates, delegando los mismos a sus asalariados asesores. Y es que con galimatías como derecha endógena, guerra económica, capitalismo salvaje o socialismo del siglo XXI, se ha venido transfundiendo con argumentos de orfandad objetiva, la verdad de una realidad que solamente muestra para el mundo deterioro, fracaso, corrupción, nepotismo, soberbia y prepotencia, sin tomar en cuenta que es “un sinsentido –en palabras de Mian Kundera- querer glorificar un Estado, incluso un ejército” mediante el empeño de la palabra “inteligente”.  Hoy cada página o espacio ocupado por el discurso, cada acción u omisión marcado por el devenir  serán simplemente el registro de la esperanza o la extensión de la complicidad. Es inevitable.