domingo, 12 de julio de 2009

Tríptico rotativo
Desde los
pliegues del poder

Ángel Madriz






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La tercera vuelta. Los derechos son herramientas para protegerse de cualquier agresión, son instrumentos para revelar nuestra ubicación en el mundo social, son privilegios del poder personal que da la ley a cualquier ciudadano, habilitándolo así para ejercer su defensa, impedir su minusvalía y combatir su indefensión. Algo así como el discurso magistral con la que todo colectivo debe reconocer a sus individualidades. De allí que ante cualquier intento por ignorar lo que somos y a lo que nos debemos, es derecho legítimo cualquier acción para imponer nuestra presencia. Apelar es entonces un acto inherente al derecho civil que como ciudadanos tenemos ante cualquier suceso en el que seamos actantes y sospechamos, con suficiente evidencia, que se ha violentado cualquiera de esos derechos a los que nos aferramos cotidianamente. Pero si apelamos cuando el derecho es esgrimido como un mero recurso de contenido semántico, sin esencia social, un solo tecnicismo jurídico que desconoce la ética del comportamiento institucional, entonces el apelar ronda los muros de la queja arrolladora, los espacios del ventajismo, los recintos cuya fuerza es la gavilla y la pandilla que, en nuestra historia documental y política, recibieron el mote de tribus, malayas tribus con las que contó el despotismo de ayer. Y hoy en nuestra universidad hace acto de presencia, a pesar de cuartorrepublicanos, quintos o vayamos a saber si es la inevitable forma del ejercicio del poder a la que nada tenemos que agregar y de la que nada tenemos que quitar, por ser la presencia del estado con todos sus atributos – apéndices de una herencia de la cual no se ha podido deslastrar. Que la profesora Marlene Primera pusiera en evidencia, cuestionara o simplemente desconociera, a través de una apelación –“Recurso Contencioso Electoral con medida cautelar”- un proceso signado por las presiones estudiantiles, nada tiene de extraordinario y menos aun cuando las impugnaciones han formado expedientes interminables –de reciente data- en estos procesos, universitarios y nacionales. Participar, sin embargo, en silencio y ovedientementecomoovejita, con reglas de juego sorteadas y concluidas a tiempo, e interpuestas de manera general para el músculo entrenado de los candidatos a punto de competición, es cosa sabida de que quienes lo hacen aceptan las condiciones del triunfo o la derrota, la ventaja del contra equipo, la desproporción publicitaria y la derrota inevitable a la que podamos llegar después del pugilato electoral. Salir en prensa radio tv internet y cualquier vía en donde se pueda pelar el diente triunfal que nos dará el poder, para luego tener que volver sobre la conducta histriónica de quien necesita nuevamente repartir invitaciones para continuar, ahora en un segundo envión –o “vuelta” como es del argot electoral- ya el definitivo, con el programa pautado para la consecución del ¿escaño? del cual se tiene la certeza de ostentación irreversible, requiere de una fortaleza que sólo dentro de la familiaridad con el contexto puede cultivarse. Más aún si sorpresivamente, la “formula” aprendida sobrepasa la didáctica para la cual se invirtieron los esfuerzos, se gastaron los recursos, se despilfarraron las labores. Se requiere entonces, olvidando toda pedagógica orientación “propagandeada”, de los aportes y bienhechurías a mano de la tutela despótica en la que cualquiera, en estas circunstancias de derrota suele esgrimir. Amnesia entonces viene al caso y toda modalidad de éticas, morales y principios de vital filosofía, se reducen a una imposición, desde los litigios inapelables, de tecnicismos guardados bajo la manga, la toga o simplemente bajo el chal de la memoria esotérica, esa que nos impulsa a hacernos los vejados-humillados-violados-víctimas de las “mentiras” con las que se montó “el desordenado proceso” en el cual participamos inocentemente. Se impone entonces como indemnización que permite la norma sabiamente impregnada por la trascendencia, una tercera vuelta, ahora para concluir ponderadamente en el altar donde se fragua la victoria. Nunca había sentido el impulso de verificar la historia de LUZ a los ojos de los triunfadores. Llegaron nuevos tiempos. Los marcos de las escenas existentes están por redefinirse. Estaremos nosotros siempre en las ascuas de la mayoría, ¿comunidad? Siempre sí.





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Las congojas del exilio. Cuando Rodrigo Días de Vivar, conocido desde siempre y para siempre dentro de los pasillos del otrora Liceo Coquivacoa con el epíteto de Cid Campeador, es expulsado de la España en guerra contra los árabes por el rey Alfonso, se pone en videncia que el poder siempre necesita dar demostraciones de su trascendencia. Más urgente aun resulta para el poderoso demostrar que está por encima de los mortales que lo siguen, cuando éstos –como el héroe medieval- resuelven su subordinación con actos que defienden impecablemente los designios de su superior y expanden más allá de lo previstos sus alcances como jefe supremo. Comienza el liderazgo a resolverse como se resuelven las cosas en la guerra: a través del despotismo, la autosuficiencia y más terriblemente, con el miedo a la derrota, la traición y la consecuente sucesión. De allí que el Cid, para aclarar quién era en definitiva el jefe auténtico y legítimo, dedica todos sus actos –generalmente marcado por el triunfo sobre los moros- a su noble rey de Castilla. No vacila por lo tanto el empeñoso monarca en reconocer su error para terminar con el laxo furor y culminar recibiendo a su más productivo soldado. Mientras esto duraba, lágrimas y pasiones iban y venían entre moros y cristianos, lo que conduce, al final, a un reencuentro de dignidades, hidalguías y reales debilidades. Ganó España. No así en el tosco panorama de nuestra temperamental escena política. Desde la atalaya llevada hasta el septentrión occidental de la Venecia Suramericana –según algunas malas lenguas que se la pasan descifrando el origen de nuestro nombre- , se construye una antípodas verbal que de puro ser elemental, anímica, visceral y maledicente, se convierte en una vulgar confrontación en la que el honor, la hidalguía y la clase, son sustituidas por voraces regurgitaciones de doble articulación que acuñan, para enriquecer la vasta lexicografía que derrochan los consortes del poder y su liderazgo más vernáculo, la originalidad de un estilo que se agota en la bizarra propuesta de un noble gobernante que castiga con su verbo al súbdito malhablado, “desgraciado”, desobediente, “desgraciadodesgraciadodesgraciado” y descarriado, bandido de siete suelas. Las intemperantes respuestas no se hacen esperar y salimos al encuentro con las verdades de nuestro sol histórico. Maracaibo “la cuna de la disidencia” levanta su héroe, y a pesar de que sería más justo proponer un dejar el camino para los descendientes de dieciséis años de administración ininterrumpida, acoge con los jugos del hartazgo movido desde Miraflores y decide renovar sus vestiduras para la competición. Así sucede que la reyerta se resuelve con el triunfo del mafioso y bandido súbdito quien intempestivo, nuevamente se alza con los escudos de las ganas que el poder por el poder otorga, para despertar las iras de una soberbia ensoberbecidas por la frustración y la derrota. Pero el imponente blasón de nuestro inefable Señor de epopeyas memorables, no claudica ante el reto que tan infortunado desgraciado paramilitar vasallo le lanza, mesándole las barbas y con la nobleza que sale de su espíritu épico federal socialista levanta la espada templada de su razón y lo sentencia al exilio. Dicen los cantores populares, acostumbrados a estas refriegas cuyo protagonista es el poder, que el noble bandido caballero vendepatria, decidió salir a nuevas tierras, mientras su mulier, herida de muerte en el lado del orgullo familiar, decide quedarse, según palabras de la plebe enardecida, “por no tener nada que ocultar, temer y porque ella todo lo ha adquirido con el noble sacrificio del trabajo”. Ya la ciudad, en ruinas, íngrima, había visto partir a su querido y amado gobernante, llevando el rabo entre las piernas y las peras de un horno que jamás podrá ser trasplantado. Sabrá usted. Es que el poder es bueno en cualquier tierra.





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Ganar aquí, allá y en todas parte. No hay episodio, dentro de la historia, más claro para ilustrar los vericuetos del poder que el protagonizado en el 42 a.C. por Marco Junio Brutus, cuando cegado por la lujuria que se desbocaba en su lóbrega cabeza, decidió asesinar al soberbio Julio César, dándole satisfacción así a su reprimido cuerpo que se debatía entre el martirio de vivir a expensas de su rey o liberar su cuerpo sobre el altar del monárquico dispendio. Así había sido siempre en su vida. Y es que siempre, desde que los faraones nos mostraron la vitalicia forma de gobernar una nación, nos hemos pasado la modernidad, la contemporaneidad y toda la empalagosa postmodernidad, definiendo los enseres con los pueda uno, en definitiva y con la gratificación de la conciencia tranquila, “administrar” – controlar – conducir los destino de la “nación”. No ha existido ser sobre el planeta que, cercano de las “mieles del poder”, no haya sido afectado por ese noble placer que repentinamente lo convierte en vagabundo manipulador de los desposeídos. ¿O es que Julio César, Tutankamón, Moctezuma, Bolívar o simplemente los lógico mesías latinoamericanos, no han desgranado sus inteligencias con el propósito de sintetizar la fórmulas que los pueda justificar expeditos para gobernar? Bueno, de más está decir que desde los emperadores chinos, pasando por los monarcas de los cuentos de hadas, deteniéndose en los límites de las selvas amazónicas hasta llegar a los urbanitas armados y enflusados de nuestras historias patrias y constitucionales, siempre la opción del poder ronda cual refinada prostituta, ofreciéndonos sus carne para el deleite de nuestros delirantes aspiraciones, el espacio en donde somos siempre un inesperado ser con cuerpo, alma y siempre cerebro de pasiones incontrolables. No sorprenden por lo tanto la existencia de singulares y nobles funcionarios que día a día se consumen en los contornos de los espacios gubernamentales, alertas ante la posibilidad de cambiar la rutina de veinticinco años en servicios oficiosos de horarios establecidos, o simplemente desconocer la confianza hipotecada, sentimientos para afuera, por la transitoria grandeza de ejercer la batuta de muchos años conduciendo el renovado empeño por salvar la vida nacional. La realidad en su devenir nos ha enseñado que más tarda en doler una ruptura que el deslave de la lealtad frente a las lisonjas insinuantes que te exaltan en el marco del poder como sustituto imprescindible. Y si no, recordemos los hijos advenedizos que desde la clandestinidad han salido al ruedo para ejercer un liderazgo otorgado en finas porcelanas, después de haber lavado la vergüenza de un desliz bajo el manto de las cumbres cortesanas o lánguidamente sobre las sábanas de la plebe ejecutiva, convirtiéndose en insustituibles representantes de largos años de gobiernos. O para estar más a tono. Sumidos en la elegancia de un traje con barras de tres, cuatro o cinco soles, nuestros militares, digo, o para seguir a tono, acartonados en cuellos resplandecientes de blancos inmaculados, relojes, gemelos y espectaculares lazos de cuellos, nuestros inmunizados representantes parlamentarios, esos que como aquellos han jurado dar la vida por lo instituido, repentinamente detonan sus síntomas y deciden evacuarse en sicopatías que dejan al descubierto sus evidentes oligofrenias y en definitivas asumir el papel visible del déspota, arrogante y turbio gobernante. Le dice entonces, con voz a cuello alzado, como recitando en medio de la lascivia del poder, a quien antes era adulado como jefe: un caballo por tu trono. Y recomienza la historia nuevamente a buscar un nuevo candidato.


Las reinas del carnaval visten de rosado
Historias de nosotros

Resulta realmente extraordinario que siempre haya, a la vuelta de la esquina, como esperándonos para sorprendernos e invitarnos a revelar, como por arte magia en un acto de absoluta impostura, una historia que nos desenmascara, nos impone un nuevo ritmo de observancia, nos informa sobre algunos laberintos emocionales que desconocíamos y nos aclara cuan compleja o simple es la vida que siempre estamos dispuestos a recordar, registrar u olvidar. A fin de cuentas, esa historia lanza sobre nuestro rostro una dosis incierta de frescura, en donde va contenida cualquier disposición nuestra por catalogar la realidad. Temerosos ante lo que pueda significar esta disyunción –el amor y la nostalgias no pueden ser asumidas al mismo tiempo sin correr el riesgo de quedar aturdidos por el devenir histórico de toda la tristeza humana- decidimos saltarnos el recodo y reencontrarnos con la razón de un intérprete que siempre resulta ser un insomne, orate, ángel – demonio, o simplemente un escritor en amplia complicidad con la incertidumbre de siempre. El resultado dejará siempre un camino abierto a la seguridad que significa el disfrute de una estela de relato bien plantado.
El libro, de José Luis Angarita Ávila, Las reinas del carnaval visten de rosado, significa esa experiencia que nos reconcilia con la posibilidad de experimentar, a través del relato, las múltiples sensaciones del reencuentro con los primeros amores, los múltiples rostros, las misteriosas vergüenzas, los inolvidables hallazgos, en fin, los indelebles episodios de lo que vivimos, deseamos vivir, dejamos atrás.
Las reinas del carnaval visten de rosado es el libro número dos de la Colección Cal y agua; editado bajo la responsabilidad de Ebrahim Faría, Iliana Morales y Ángel Madriz e impreso en los talleres de EDILUZ en octubre de 2007. El diseño de la carátula es de Melisa Cedeño y la diagramación fue hecha por Lisbeth Zárraga.
Este libro consta de diecisiete hermosos relatos, los cuales, como dije, sirven para recrear la memoria, ejercitarla y convertirla en expediente fundamental para convertir el pasado en protagonista de nuestro presente. Al mismo tiempo, en este acto de total identificación con personajes, espacios y momentos, cada uno de nosotros, como lectores al asecho de lo por venir, siente que es actante de cada secuencia en donde héroe, sujeto, colectividad o simplemente quien ama, es recordado, decide no morir para seguir haciendo lo que siempre lo apasionó, cae fulminado por un disparo inusitado o al final, después de darse cuenta de que solamente es un personaje más dentro de una historia diaria, descubre que no hay distancia entre la fantasía y la subjetividad real.
En estos relatos, breves pero intensamente llenos de emociones, sentimientos, pasiones y pedazos de cotidianas existencias subyace una gran mixtura de personajes, en donde cada uno de nosotros encuentras su idea esencial, su rol imprevisto, su condición de ciudadano comprometido con la vivencia y entre todos, una forma de ser que cada vez se hace más inobjetable: el tiempo dándonos muestras de que en su largo e infinito transcurrir, se ha convertido en una fugacidad de muchos periodos, de muchos años, de muchos temores, de muchas ansias inconclusas.
Las reinas de carnaval visten de rosado es un libro para pasar la página y atreverse a disfrutar recordando que siempre en oportuno “incluir en alguno de los relatos por escribir –como lo dice el mismo Angarita- que sobrevivirían a este encuentro estadístico con el destino instante” la eternidad de esa fugaz condición que implica, hoy más que nunca y desde ha no mucho, vivir las complejas contradicciones de nuestra modulada, móvil, heterogénea realidad.