Dos libros, dos momentos
Si la muerte es
trascendencia hacia estadios superiores del ser, y la vida, un accidente, una
etapa en ese recorrido que presentimos ¿o esperamos?, entonces la poesía es la
oportunidad perfecta para la reflexión sobre estas dudas e interrogantes.
Estamos ante un libro
de nostalgias y requerimientos, de afirmaciones definitorias sobre nuestra vida
terrenal, "dolores que sólo pueden tener la rúbrica de Dios", el
testimonio de un hombre que se coloca desnudo de sus pasiones e interroga frente
a la potestad inapelable de un ser supremo, y ante la duda/dolor de su verdad,
denuncia.
Un conjunto de poemas
que describen el paso de Miguel Ángel por este paraíso anti paraíso terrenal,
escenario desbordado de múltiples vías por dónde acceder sin estar seguros de
cómo acertamos la correcta.
Estoy
seguro hoy
que
jamás podré encontrar
el
rumbo en donde
Dios
suele estar esperándonos
Y en medio
del relato lírico, se hace presente ante la duda esa dualidad del hombre que
busca desesperado la inmediata respuesta a la pregunta: ¿somos carne y risa
aferradas a una esperanza temporal o seres en tránsito a un más allá que define
la razón de nuestra existencia?
Ebrahim
Faria Reyes
Antología
El cielo, qué utopía
El miércoles
veintiséis de septiembre de dos mil doce recibí la noticia de que mi hijo
mayor, Miguel Ángel, estaba hospitalizado en la unidad de cuidados intensivos
del Hospital de Palermo en Buenos Aires. Desde que mis otros hijos me pusieron
al tanto de tan terrible noticia, tuve el presentimiento de que, debido a la
distancia que me separaba de él, jamás volvería a ver vivo a quien un día me
brindó la hermosa posibilidad de ser padre por primera vez. ¡Y cuán doloroso resultó
que tal presagio resultara como me lo imaginé! Ya para el viernes veintinueve,
su presencia entre nosotros comenzó a ser un Itinerario que lo trajo hasta
nosotros, sencillo y esplendorosos como era en vida, para ayudarlo a
convertirse en el hermoso recuerdo que es hoy para todos aquellos que pudimos
disfrutar de su arremolinada y trascendental alma. Tenía veintinueve años.
Miguel Angel, un año antes había salido a buscar una oportunidad diferente en
una tierra que para muchos de sus amigos, había resultado de grandes logros.
Lleno de sueños y con el empuje propio de los jóvenes valientes, que sacrifican
el confort del hogar por la incertidumbre de la emigración, decidió ambientarse
en los predios de un sur que hasta el momento de su partida definitiva, fue
asumido con pasión, amor y nostalgia. Logró conocer lo mejor de los porteños,
quienes al saber de su intempestiva transición, saturaron nuestros sentimientos
con diversas formas de tristezas, expresiones de duelo o simplemente con el
asombro de quien no comprende la concreción de la fugacidad de la vida. A dos
años de habernos dejado su adiós, Miguel Angel sigue siendo una frescura de
mirar cualquier detalle, una riqueza de amar que jamás podrá ser agotada, la
Intensidad de una sonrisa recordándonos la necesidad de vivir a plenitud. Quise
escribir miles de cosas. Confundirme en un largo texto que no tuviera
definición en género, ni se empeñara en discurrir sentimentalmente o explotara
en imágenes de descripciones vivenciales. Sin embargo, mi mejor forma de
escribirlo para convertirlo en universo circundante —esa galaxia con la que
siempre soñó como espacio humano-, está vertido en los versos que comencé a
escribir ese veintiséis de septiembre cuando presentí que jamás volvería a
escucharlo. Es este el libro que lo permanecerá en un cielo que ya no me parece
tan distante. En un cielo en donde siempre se reflejó su optimismo, su
esperanza de hacer que su gran pasión por la alegría fuera una expresión de
trabajo creativo y en donde giraría eternamente esa galaxia que estaba hecha de
todos los componentes de sus abundantes utopías, de su tangible cuerpo, de su
corazón terrenal y de su alma blanca como suele serlo la idea de los parajes de
Dios. Creo haber cumplido con mi diálogo con él y dejarles un pedazo entrañable
de lo que fue su vida y de lo que constituyó su existencia. El cielo, mientras
tanto será esa gran utopía de la que él poco solía hablar, pero que abundaba en
llenarlo de miríada de estrellas que constituirían su recinto definitivo, creo,
algún día. Los recuerdos sobre lo amado será siempre una irreversible forma de
contar con la vida y en la ausencia de lo que representan, sólo las lágrimas
podrán acercarlo a uno a una felicidad de haberlos podido tener como parte de
nuestra existencia. Creo que la galaxia de Miguel estará al lado de nosotros
cada vez que evoquemos su particular forma de reír, su inigualable forma de ser
sincero y de su inflexible manera de amar lleno de franquezas. Su partida
entonces, aunque definitiva, es transitoria, porque su presencia será indeleble
en el discurrir vital de cada uno de nosotros. Eso también es la cotidianidad.
Ángel Madriz
Preguntas sin respuestas
Cuántas partidas
Cuántos
adioses
Cuántas lejanías
Cuántas
distancias
En un cerrar de ojos
En un respiro
En un decir Dios
En un gritar ¡Coño!
Las cifras no me importan
Las respuestas son intrascendentes.
Solo sé que me duele el que no puedas estar oyendo mi tristeza.
Dutch and Voscan
Eras de un cristal originario de los cielos.
Quizás del cuarzo más noble que se confundió
con el brillo de tus ojos.
Eras de Ónix, de Ágata, eras de Jaspe.
Eras la conjunción de todas las piedras
con las que se compone nuestra tierra.
Eras la síntesis, la policromía irreductible
que da significado a los metales residuales de
nuestra estirpe.
Eras la elaboración de la Esmeralda
El sustituto más exacto del Ámbar
cuando entre tus manos diariamente
se definían los contornos del verde y la herencia de los mares.
Eras muchas veces la dureza múltiple de la
variada perla.
Pero eras, sobre todas las durezas,
Sobre todos los colores
Sobre todas las tersuras
Sobre todos los valores
Un acontecer de frágiles deseos
Un espesor de fugaces sensaciones
La
exquisitez de enconadas transfiguraciones
La
concreción aquilatada de mudas pasiones.
Eras, sencilla e ingenuamente
Un trabajar de retener la fugacidad entre las manos.
Recuerdos
1
Te tengo intacto en la memoria
Con tu pedernal de amor
Con tu capricho de galaxias
Con tu ruta de estrellas
Con tu
empeño inquebrantable.
Te tengo sin ganas de perderte
A la vuelta de partir
En cada amanecer
Al
escuchar el silencio exacto de la ciudad.
No puedo dejar de encontrarte
Oportunamente
En cada sol radiante sobre el rostro
Sobre cada hechizo que alguna vez fueron tus
ojos
Sobre la encarnada metáfora que era tu sonrisa.
Te tengo todo registrado
En el aparato intacto que me construyen tus
recuerdos.
Elegía (1982-2012)
Nunca le
había temido tanto a la muertecomo
ahora que te has ido y he experimentado cuánta fragilidad hay entre nosotros y seguimos viviendo.
Murió Miguel Angel mi hijo
lejos de su casa, en Buenos Aires,
y no pude besarlo porque la distancia rompió sus puentes
dejando entre nosotros una
sola trilla de promesas suspendidas.
Murió de puro ser una esperanza, allá,
ante el portal donde solía encontrarse con los sueños infinitos de su
hogar.
Murió, qué vaina, Miguel Ángel
mi hijo de siempre y no alcancé a abrazarlo
como suelen hacerlo los padres que despiden a sus hijos de la vida,
como tenía que hacerlo, desde tan lejos, desde tan cerca,
como deseaba hacerlo desde esta ciudad que es una cáscara en silencio
como necesitaba hacerlo para blandir toda mi tristeza.
Murió Miguel Ángel
mi hijo y de su madre, el oportuno hijo de nosotros,
cuando esperábamos deshacer la ausencia de sus noches
cuando comenzábamos a deshacer las rutas de su lejanía
y no pude decirle que lo amaba con todos los proyectos de soñar y de
vivir.
Miguel Ángel
mi hijo, el primogénito,
el que sonreía y llenaba de música cualquier rescoldo
y en el silencio hacía del sigilo la palabra, el canto o el amor,
el que miraba en ocre en los espacios siderales
donde el brillo desparramaba su alegría, interpretaba sus tristezas.
Miguel Angel mi primer hijo,
quien me enseñó la vereda interminable donde se alojan el instinto
de ser padre, la palidez inusitada de amar eternamente,
la ocasión de interpretar los códices del tiempo humano.
El que nunca soportaba el estupor de las estrellas
y se volcaba, recio, contra la salinidad de la traición.
Miguel Ángel
el que nunca toleraba las inmóviles celadas del espíritu
ni los minúsculos brotes del pensamiento, sus insospechadas deudas.
El que aprendió a ocuparse de cada instante por la gloria
a desatar sus nudos de las sinestesias de la vida
quien condenaba como un mítico soldado las virutas que deja la traición
quien nunca pudo doblegarse al estandarte de soles diminutos
y esbozó un trecho de elegantes decisiones
que se confundían con las constelaciones más cercanas de su universo
que alguna vez confeccionó con la magia de su alegría Inextinguible.
Murió Miguel Angel
y permanezco de solo pensar en su partida
me contengo en el centro mismo del desprendimiento
de solo esperar un ataque feroz que Dios pueda lanzarme
para arremeter, con la circunstancial tristeza de su madre,
y deshacer cualquier propuesta de olvidar, posibilidad de superar,
el dolor de ya no tenerlo, la angustia de haberlo despedido,
la posibilidad mínima de dejar de ser los padres
que somos y seremos de sus ganas de vivir
sus irreversibles formas de tiempos infinitos en la pronta finitud de su
existencia.
Murió un Miguel Angel, lejos de su casa
en Buenos Aires, y era mi hijo
el mismísimo y amado hijo que una vez
no necesito recordar si fue lunes o domingo
si durante la mañana
al
mediodía
por la tarde
o francamente por la noche 
llegó al mundo con unos ojos, cuyas brillante y profundas expresiones
parecían contener en sus formas de ovalada redondez
todos los elementos que componen las galaxias.
Era blanco o moreno o dorado ante los llorosos ojos de su madre
y redundantemente hermoso frente a la alegría inédita que me sustentaba.
Murió mi hijo, cómo suelo tener que decirlo 
Sin dejar de perfilar sus molecular y transparente manera de reír
sin que el mundo deje de serme un sustento de tristeza
una miserable forma de dolor
el equinoccio de muchos sueños que al pie del gran adiós
se atascaron en simples trampas que deshará la ausencia
y sean simplemente ante los ojos del mundo que no soy
la impronta magnífica que dejan sus recuerdos.
Murió Miguel Ángel, mi hijo y el de su madre
el querido hijo que todos aprendimos
a reconocer en la noble y atareada inflexión de su mirada.
El dulce y amotinado hijo que una vez
marcó la paciencia de insurgir contra la rígida
y lerda cobardía de relegarse al sustento de una pasión
pálida y mortal, como suele ser la paciencia de vivir entre nosotros.
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