sábado, 10 de octubre de 2009

Tríptico Rotativo
Libros y Digital.

Dos protagonistas. (*)

Ángel Madriz


"La televisión ha hecho maravillas por mi cultura.
En cuanto alguien enciende la televisión, voy
a la biblioteca y me leo un buen libro.

Groucho Marx"




I

De aquí a la eternidad. Aprendí a leer en una de esas escuelitas a la que mis padres me enviaron porque aún no cumplía los siete años para ser recibido en la educación oficial y ya me maravillaba, no sé por qué causa –nacía uno con eso decía mi abuela-, con los pocos libros que llegaban a mi casa del campo petrolero en donde me crié. Rosita, mi primera maestra informal, trajo a mi pequeño mundo los primeros cuentos: Pocaterra, Pedro Emilio Coll, Gallegos y Arráiz fueron leídos conjuntamente con Los Hermanos Grim, Hans Chrinstian Andersen, Horacio Quiroga, Edgar Allan Poe y Las mil y una noches. De vez en cuando, aquella inolvidable maestra pueblerina nos leía algunos poemas de Andrés Eloy Blanco, Leoncio Martínez, Aquiles Nazoa y oportunamente, Amado Nervo, Bécquer, Lorca y alguno que otro de esos que hoy apenas si recordamos y decidimos llamar románticos decadentes. Muy rápidamente pude desentrañar aquellos misteriosos y variados episodios de vida en el solaz de mi casa, desde las páginas impresas que fueron enriqueciendo mis pertenencias. Con la escuela primaria llegaron las grandes antologías de los hermanos Belloso así como Otero Silva, Eduardo Blanco, Neruda y Rubén Darío. De Tío Tigre y Tío Conejo, Juan Peña, Pulgarcito, Simbad, La musa del Joropo, La loca Luz Caraballo, el dolor de amor y la muerte de soledad, pasé a conocer Las miserias de Ortiz, la confrontación entre Santos Luzardo y Doña Bárbara, El ruiseñor y la rosa y Poema 20. Entre mugidos vespertinos, serpientes ocasionales y veladas semanales, Campo Mara se convirtió, a medida que tenía acceso a nuevos mundos, en un espacio cuya realidad llegó a permitirnos la elaboración de una retórica infantil de profunda riqueza cultural, y entre personajes que nos conmovían desde las páginas, comencé a cultivar un gusto ocasional y selectivo por el cine, durante las veladas de fines de semana, en las que nos entreteníamos con los emblemáticos actores del cine mexicano y los insólitos aventureros de los musicales de Broadway. Los libros, sin embargo, seguían siendo la forma más elaborada y auténtica de tener referencias amplias, múltiples e imperecederas del mundo que existía más allá de los límites de mis pequeños años. Venezuela se multiplicaba vertiginosamente en un legado de obras que nos llegaban a la escuela a través de nuestros amorosos maestros. Creo que esta relación mía con los libros me enseñó a descubrir que existe una realidad más grande, más rica y más maravillosa, que la que discurre diariamente frente a nuestros cuerpos y se disipa cotidianamente al caer el sol, sin la oportunidad de detenerla para hacerla una posibilidad cultural, intelectual y sobre todo, vivencial. Cada palabra, personaje, paisaje, reflexión o acción ejecutada en lo que leía, me brindaba un momento inédito para que mis sentidos, sentimientos y pensamientos se ubicaran del lado inequívoco que me exigían mis individuales valoraciones del mundo en que vivía y esto, afortunadamente, hacía que pudiera reconocer y reafirmar el sentido necesario de defensa del amor, la lealtad, la libertad, el ser humano, el espacio en que existimos, la idea de la trascendencia. Fue luego el liceo una vía para diversificar un oficio lector, mi apego a los libros, que ya era reconocido como fundamental en mi proyecto existencial. Marx, La Historia de Brito Figueroa, Freud, Bachelard y Jung me enredaron en una encrucijada de donde salí pensando que la mejor forma de leer es aquella que te lleva a descubrir lo que requieres de los libros. El socialismo, nuestra compleja condición de patria arrasada por caudillos, golpes de estados e intervenciones foráneas, el mundo de los sueños, los espacios fundamentales en donde transcurrimos y la conciencia de que somos un inconsciente que se eterniza a medida que morimos, me obligaron a traspasar los límites de la fugacidad placentera, para exigirme una observación de lo universal como la comarca que nos complementa y nos sirve de otredad referencial. De allí que Lautréamont, Rimbaud, Prévert, Huidobro y todos los poetas de la vanguardia fueron caminos en mi insaciable necesidad de aprehender el discurso del que estaba hecha la experiencia humana. La Iliada, el Cid y Don Quijote se confundieron, en una existencia inespacial y atemporal, dentro de una realidad en la que Hombres de maíz, Rayuela, Los pequeños seres o La ciudad y los perros se conformaron como una comunidad diversa pero única, integral, indestructible. Ramos Sucre, en otra suerte lectora, me sorprendía con su legado consciente y cuestionador de lo local. Brillaba en su estética universalista para instalarnos en los límites del lenguaje totalizador. Así, progresivamente, las poéticas, libros, los métodos, libros, las críticas, libros, la ficción. Libros, libros y más libros. Supe enterarme de cuan lejano estábamos entre nosotros, pero cuan cercano nos vivíamos en lo que deseábamos, amábamos, padecíamos y, más importante aún, cuanto nos servía cada libro que leíamos para definitivamente ser uno, desde la diversidad, en franca y sólida lucha por la felicidad total. Nos convencimos de que cada autor era un personaje activo, vigilante, cuestionador, constructor, develador y revelador, en la larga historia de la humanidad, y que cada libro era un episodio que necesitaba de todos los libros para completar el ciclo de la perennidad. La memoria en perpetua reconstrucción. Por otra parte, ya en Cien años de soledad, había descubierto que la clave era la relectura del pasado, el desciframiento de los misterios de su fugacidad, asumir la escritura sin prejuicios, para elaborar el libro definitivo de esa perennidad, códices que se desprenden de la acción manuscrita que es en síntesis la mejor forma de identificar al humano de carne y hueso. Darle los nombres a cada una de las realidades-verdades que han hecho de él un ser que busca en el universo su lugar y las sustancias con las que está hecho. Y eso, creo, sin temor a equivocarme, que sólo lo podría encontrar en la historia inaprensible del libro que forman la gran biblioteca impresa que reposa en cada uno de nosotros. Eso que decía Montaigne: Cada libro que escribo está hecho de la sustancia de mí mismo. Por lo que leer un libro, siempre será una forma sorprendente de leernos a nosotros mismos.. De allí que creo, sin temor a equivocarme, que el libro estará presente cada vez que intentemos respirar cualquier aire que exista, en cualquier época y en cualquier lugar. Porque es inmanente a la vida misma, a su diversidad, a su justificada e inevitable eternidad. El silencio será del olvido. Y este no tiene cabida después de que el verbo sonó y se hizo historia.



II

Esa pantalla de luz que es el saber. Leía en 1973, aproximadamente una compilación de trabajos en los que destacaban los escritos por Sartre, Simone de Bouvoir y Robbe Grillet. Ya el mayo francés con su definitiva fuerza protestataria había estremecido el mundo de la política, el arte y la educación para brindarle a la ciudadanía nuevas formas de lucha por la consecución de la libertad y la posibilidad de ejercerla en pos de su redefinición. El tema que desarrollaban estaba relacionado con el auge de la informática como vehículo de almacenamiento de la memoria humana, incluyendo los libros. Me estremecí ante una especie de intranquilidad que, desde las páginas de aquel libro que hoy lamentablemente no he podido reubicar, acuciaba a aquellos autores que desde diversas formas de escribir, hablaban de la vida como esa forma de existir consciente sobre los grandes problemas del ser humano, y quienes habían defendido, en las calles de París, frente a la bestial ola represiva que se desataba contra estudiantes, trabajadores, artistas y ciudadanos en general, la libertad de pensar, vivir y mejorar ante la realidad, y quienes repentinamente, sin mediar experiencias tecnológicas pasadas como la televisión y el cine, vislumbraban la desaparición del libro frente al uso de la computadora. Treinta y tres años después pienso que el filósofo existencialista de La núsea, la ensayista feminista de El segundo sexo y el autor de la Celosía representante de la nouveau roman (nueva novela), querían, con un recurso de exaltación de los nacientes procesadores de palabras y las primeras mini computadoras, el valor del libro como vínculo con la intensa e incontrolable cultura humana. Y es que en ese proceso se pasaba por tener que aceptar la injerencia de un artefacto nada fácil de manipular y obtener, que intervenía espacios, imponía nuevos códigos y negaba el papel como sustento de la creación, lo cual obligaba, al poeta, escritor, lector y ciudadano a desear el libro impreso como insustituible. Hoy, después de muchas décadas através de las cuales las computadoras aprendieron a respetar los sitiales del hombre, a ser más dóciles con la palabra y a compartir su labor con la blancura de una página en la que se refleja, tenemos una especie de negociado inteligente con ellas. Y si a ello le agregamos la internet, los nuevos programas para escribir correctamente y para mejorar lo ya hecho (fotografía, sonido, diseño), así como las grandes almacenadoras virtuales, con sus motores de búsqueda y la imprescindible posibilidad presencial comunicadora, en donde el acceso es compartido, retroalimentado y mantenido en una actualidad creciente, podemos aseverar que como la de la Televisión, la pantalla de nuestros PC: laptos, de mesa, inalámbricas y de bolsillo, serán compañeras insustituibles para acercarnos más al libro que cualquiera escriba en cualquier sitio del planeta. Queda por definir y deslindar asuntos como las estrategias que nos permitan un acceso ponderado- consciente a ellas y cómo lograr que progresivamente sean más independientes de los centros de sus creadores. Y es que como tecnología, sigue siendo objeto del mercado y de sus vaivenes políticos, monetarios, fiscales, jurídicos y éticos.
En casos puntuales como el libro didáctico, la era digital es una posibilidad, una vía, una herramienta para disminuir limitaciones como la masificación de lo que se debe enseñar – aprender; hacer práctica inmediata la confrontación entre pares, de los hallazgos, para que lo que se debe transferir pueda ser renovado, reformulado o perfeccionado; trascender obstáculos como la distancia, lo caduco, lo anacrónico; incrementar las redes de investigadores de cara al saber realmente compartido, en fin permitir, que las brechas, esas brechas que desde la digital que tanto cuesta sea cada vez menor para que la del conocimiento, esa brecha que tanto vale, pueda ser salvada del otro lado de la luz de un monitor. Ya la Silvania, General Electric y Philco nos habían preparado para comprender que más que tereques, chécheres o vehículos para la distracción, la TV. podía ser un medio para reducir los espacios que separan al hombre y no un enemigo contra el cual no tenemos opciones. Hoy, la diversidad contemporánea es parte de nuestra cotidianidad y nuestros hijos, han descubierto más de una experiencia a través de esa caja, ventana o adorno electrónico.
Queda sin embargo por decir, que a pesar de los miles de millones de seres que hoy transitan las autopistas de la informática para pode saludarse e intercambiar saberes para derrotar sin saberes, el libro, en su potencial creador, en su condición de contenidos inagotables, permanecerá, por mucho tiempo, quizás todo lo que queda de este siglo, como el reducto insustituible para reencontrarnos como parte de una especie que necesita del cuerpo, los sentidos, las emociones, los sentimientos, las pasiones y las razones de los que como él han sido parte de la cultura que ve, acepta, agradece, recupera, disfruta y celebra su existencia y permanencia, a la creación de los muchos libros en los que hoy está contenido. Incluyendo el digital.



III
Final de notas.
1. El libro didáctico digital es inevitable dentro de la actual era informatizada, llegando a convertirse en una herramienta que ofrece la oportunidad de sintetizar las rutas de acceso al manejo de la información y en este sentido, podrá ser utilizada, quizás desde ahora y por todo lo que queda de siglo, si de manera contingencial -como suelen darse los hitos históricos- una nueva condición en el manejo de lo tecnológico implique la sustitución definitiva del libro impreso. En este contexto la imprenta, la radio, la televisión y el cine serían experiencias referenciales para apoyar al hombre en su lucha cultural por la diversidad. El libro, mientras tanto, tal y como nos sirve hoy y desde siempre, les marcará el itinerario, decidirá su ruta, les indicará su destino.
2. La tecnología es producto de las aspiraciones del hombre que son infinitas, en el saber y el desear, y como tal, el libro digital responderá a una transitoriedad que será superada por otra, en una especie de espiral que nunca se agotará en sí misma y el hombre, sufrirá en sus necesidades y deseos de alejarse de dicha fugacidad, los efectos del vértigo de la ausencia.
3. La existencia del libro, dependería también de su capacidad para redefinir reiteradamente lo que será el destino del hombre y con ello el de la tecnología. Veamos algo: Cuando aparece el cine la radio inmediatamente fue condenada al ostracismo y, sin darle tiempo a la sociedad de valorar su parcial ausencia, se la estigmatizó de anticuada y por ende se preparó su entierro. Hoy la radio, conjuntamente con la televisión, gozan de una popularidad tan global que la internet incrementa sus espectadores a través del número de estaciones de radio y tv. que circulan por su red. Por otra parte, el libro cada vez que abre sus páginas crea una nueva puesta de escena, una nueva ficción, una renovada visión del mundo en que vivimos, por lo que cualquier interpretación que el cine o cualquier medio similar haya hecho de él, debe ser remozada, reelaborada, actualizada, para no quedarse estatizada ante los ojos escrutadores del usuario que no se cansa de leerse.
Nicholas Negroponte, experto mundial en multimedia y director del Laboratorio de Multimedia del Instituto Tecnológico Massachusetts, expone en su obra La paradoja de un libro tres grandes razones -las cuales cito textualmente- para que el libro, ese que se soporta en el papel, no desaparezca:
"La primera es que no hay suficiente medio digitales al alcance de ejecutivos, políticos, padres y todos los que más necesitan entender esta cultura tan radicalmente nueva. Incluso en donde los ordenadores son omnipresente, en el mejor de los casos la interfaz actual es rudimentaria y está muy lejos de ser algo con lo que uno desearía irse a la cama" (Es necesario recordar que el libro, en su primera edición en inglés, apareció en 1995).
"La segunda razón es mi columna mensual en la revista Wired. El éxito tan sorprendente e inmediato de Wired demuestra que existe un público numeroso que se quiere informar acerca de gente y estilos de vida digitales, no sólo de teorías y equipos..." (La revista Wired fue fundada por Negroponte, en la que escribe una entretenida y sugestiva página mensual)
"La tercera es una razón más personal y ligeramente ascética. Los multimedia interactivos dejan muy poco margen a la imaginación. Como una película de Hollywood, los multimedia narrativos incluyen representaciones tan específicas que la mente cada vez dispone de menos ocasiones para pensar. En cambio la palabra escrita suelta destellos de imágenes y evoca metáforas que adquieren significado a partir de la imaginación y de las propias experiencias del lector"

* Ponencia leída en el foro El libro en la era digital, que se realizó el día 10 de noviembre de 2009, en la Universidad Belloso Chacín, de la ciudad de Maracaibo, Venezuela.

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